Desde niñas nos programan para el sublime papel de ser madres. Que si debemos ser amorosas con nuestros hijos, estar el mayor tiempo posible con ellos y sacrificarnos por su bienestar. Pero la verdad es que la paternidad no siempre resulta tan maravillosa como la pintan, y no tiene nada de malo decirlo
SENTIMIENTOS ENCONTRADOS
Nuestros hijos nos generan sentimientos que creemos que están mal: al grado que a veces nos caen gordos y no queremos que lleguen de la escuela; es más, pagaríamos lo que fuera por una tarde a solas sin verles la cara. Algunas veces, nos hacen enojar porque tienen gestos que nos recuerdan a la suegra o hablan igualito al cuñado que no soportamos. Otras, presentan conductas que reflejan defectos con los que nosotros mismos hemos luchado toda la vida. Y entonces llega la culpa porque, en teoría, no deberíamos sentirnos así́ respecto a ellos.
Esos sentimientos llegan sin pedir permiso, sin pasar revisión o aprobación. Simplemente aparecen en nuestro cuerpo y nos generan pensamientos de todo tipo. Sentir hartazgo, enojo, frustración y culpa es parte normal de nuestro papel como padres, y no tiene nada de malo. La culpa, la eterna compañera, aumenta en la medida en que sientes ese hartazgo o disgusto por tus hijos; como si tu obligación fuera siempre estar de buenas y feliz con ellos.
ENTRE MÁS CERCA MÁS FÁCIL
Cuanto más cercanos estamos emocionalmente a las personas, nuestras reacciones con ellas son más intensas. Por supuesto que un hijo es el pariente más cercano que tenemos; es un “pedacito” de nosotros mismos y queremos que sea perfecto porque, de otra manera, pensamos que estamos fallando y que seremos responsables si acaban siendo unos delincuentes o no haciendo nada de su vida.
POR OMISIÓN
La sienten sobre todo los que no pasan mucho tiempo con sus hijos, por trabajo, divorcio o cualquier otra circunstancia. Esto resulta peligroso porque tratamos de compensar esa culpa con cosas materiales y saturamos a los niños de juguetes y a los adolescentes de dinero.
Los hijos demandan atención personalizada y si no la logran por la buena, la obtienen con berrinches o rebeldías que nos alteran, aunque sepamos que son parte de la crianza. Si a esto le añadimos que nos sentimos cansados y que los temas que a ellos les interesan no son de nuestro interés, entonces comprendemos el porqué del hartazgo.
La frustración aparece cuando queremos arreglar los líos de casa y del trabajo por el celular, por lo que el tiempo conectados a este aparato resulta el más amplio y el más odiado por los hijos. Al final, por querer estar en todo no estás en ninguna parte y la calidad de convivencia deja mucho que desear.
QUE TE DEJE VIVIR
La clave para quitarte ese peso de encima es que la convivencia familiar tenga calidad. Empieza por aceptar los sentimientos negativos como algo natural y dedícate a fabricar momentos buenos y de calidad, aunque la cantidad no sea mucha.
Pregúntate ya como adulto: “¿Qué me regalaron mis papas cuando cumplí́ nueve años?”. “¿Cuánto gastaban en mi colegiatura?”. “¿Qué hice en cada vacación?”. Seguro ni te acuerdas, pero te apuesto a que sí recuerdas los momentos felices de tu niñez, como las bromas que hacía papá o cuando salías a jugar al parque con tu mamá y hermanos.
Es importante, entonces, que te apliques para crear momentos felices en familia y medir en lo posible las reacciones negativas. Ambos, tanto los momentos como las reacciones negativas son necesarios para que tus hijos crezcan normalmente, aprendan a adaptarse a la vida diaria y tengan relaciones interpersonales sanas.
Dedícate a fabricar tradiciones sencillas: el viernes de helado, la película de los domingos o el día que papá cocina. Muéstrales tu cariño con palabras, pero también con gestos físicos, pues tus hijos no dan por hecho que los quieres si no se lo demuestras y libérate de la culpa, que no nos sirve para nada. Tus hijos deben comprender que simplemente eres, igual que ellos, un ser humano.
CULPA DE LA MAMÁ GODÍN
1. Divide tus campos de acción: no puedes estar en dos lugares al mismo tiempo, así́ que no lo intentes. Cuando estés con los hijos, no intentes trabajar y cuando estés en la chamba no estés de mamá. Punto. A los hombres les funciona, a ti también debería.
2. Deja las peleas y regaños para más tarde: si lo primero que haces al llegar a casa es ponerte a gritar porque no han terminado la tarea, es con lo que tus hijos se van a quedar. En cambio, si acuerdas con ellos que cuando llegues ya debe estar hecha, así́ pueden ver una película o salir al parque, seguro lo van a hacer con gusto y todos van a estar más felices.
3. Explícales a tus hijos por qué trabajas: si es por gusto, díselos; si es por necesidad, con más razón. Cualquier trabajo que realices, por sencillo o humilde que parezca, es motivo de orgullo si se hace con profesionalismo y amor, y la mejor manera de que tus hijos lo sepan es con tu ejemplo diario.
4. Usa la culpa a tu favor: muchas veces se prende un foco rojo que dice: “Ya se me pasó la mano, he descuidado a los niños”. Cuando esto te suceda debes hacerle caso y sentarte con ellos a leer un cuento, aunque estés muy cansada. Verás que luego descansarás mejor.
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